Cuarto Domingo del Tiempo Ordinario – Año A

IV Domingo TO, Año A

Sof. 2,3; 3,12-13; Sal 145, 1Cor 1, 26-31; Mt 5, 1-12

En el libro del Éxodo, Moisés después de haber estada a solas con Dios baja de la montaña y enseña a los israelitas la Ley de Dios, la conducta de vida que les va a distinguir de entre los pueblos. “No tendrás…, No te harás…, No matarás, No cometerás…“ y así sucesivamente.

Aún hoy, el mundo percibe la alianza con Dios como una serie de prohibiciones y una limitación a su propia libertad y felicidad.

¿Será ésta la verdad? O ésta es simplemente una “verdad” cómoda a un mundo que quiere proclamar e implantar su propio programa de felicidad.

En el evangelio de hoy, -estamos en el principio del capítulo 5 del evangelio de Mateo, a los comienzos de la actividad pública de Jesús-, el maestro, el nuevo Moisés nos invita a subir. A subir a la montaña donde Él se sienta y empieza a enseñarnos. Es su primer discurso, es el discurso programático de toda su actividad, es el corazón del evangelio. En otras palabras, aquí nuestro maestro nos indica adonde quiere llevarnos. Es la nueva vida que nos invita a vivir. Y sobre todo, es la imagen de su rostro. Sí, en las beatitudes, Jesús delinea los trazos de su persona, de su rostro. El ha realizado plenamente en su propia vida las bienaventuranzas.

La primera palabra que pronuncia es: Dichosos. Sí, ésta es la buena noticia, ésta es la buena nueva. Sí, su mensaje es una invitación a la felicidad, a la beatitud, a la alegría. El evangelio es una invitación a la alegría.

No sé cómo habrán quedado los discípulos, acostumbrados a escuchar otro tipo de palabras, frente a estas enseñanzas de Jesús.

Y la continuación no es menos fuerte: Dichosos los pobres de espíritu, los que lloran, los sufridos, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos. Palabras nuevas, palabras casi blasfemas, ¡vaya con la revolución…!

Pero atentos: no dichosos porque pobres, o sufridos o humillados, o perseguidos. ¡No! Dichosos porque vuestro es el Reino de los cielos, porque seréis consolados, porque seréis saciados. Dichosos porque el Señor Dios será vuestro consolador, porque experimentaréis su cercanía y su ayuda. Dichosos porque se cumplirá en vosotros la vocación de cada ser humano: Ser hijos de Dios, y lo seréis porque seréis símiles a Cristo. Dichosos porque estaréis en comunión profunda con Él.

Qué palabras tan raras para un mundo que muchas veces ya no necesita a Dios, que se las arregla por su cuenta. Un mundo para el que la relación con Dios es una relación por conveniencia, que se acuerda de Él cuando es difícil lograr algo por nuestra cuenta, y se le busca como a un tapa-hoyos, como a una solución de emergencia.

Una cierta mentalidad, aún vigente, nos impide ver la alegría de estar con Dios, de experimentar su consuelo, su cercanía, su presencia. Algunos piensan que la relación con Dios sólo trata de deberes, que se cumplen por miedo a quebrantar las reglas, los mandamientos. Esto no es cristianismo, esto definitivamente no es lo que Jesús nos invita a vivir.

Hermanos, subamos a la montaña. Subamos cuando venimos los sábados a misa, cuando escuchamos su Palabra, cuando recibimos su cuerpo, cuando nos apartamos a rezar a solas con Dios, cuando contemplamos su rostro y lo encontramos en los hermanos necesitados. Subamos para escucharlo, para encontrarlo y animarnos así a seguir por el camino de las bienaventuranzas.

Si sólo tuviéramos el don de la humildad… Si tan sólo escucháramos de verdad lo que nos quiere decir.

Tan llenos de nosotros mismos, tan ilusionados por las propuestas del mundo, se nos hace difícil encaminarnos al seguimiento de Jesús. A veces damos unos pasos pero luego, rápidamente volvemos a las bienaventuranzas mundanas.

Hermanos, una vez más, pongámonos a la escucha del Maestro, una vez más encaminémonos hacia Él. Así limitados como somos, así débiles y de poca fe. Una vez más. Para descubrir la verdadera felicidad. Para sentirnos decir: dichosos. Dichosos de tener a Jesús, de pertenecerle a Él, de parecernos a Él. Vaciémonos de todo lo que nos llena fútilmente y que no permite a Dios hacerse presente. Merece la pena vivir su propuesta y experimentar la alegría y la felicidad que nos tiene reservada. Merece la pena echar mano a la realización del mundo nuevo que Dios cumple a través de hombre y mujeres dóciles y fieles a su palabra.  Dichosos sois.

 

***

Salgamos hoy felices de tener el secreto de la felicidad, aunque no lo podamos comprender del todo. Tomemos la decisión de seguir a Jesús, semana tras semana y darle una mano para que nos haga libres y felices.

 

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