Quinto Domingo del Tempo Ordinario – Año A

V Domingo, TO, Año A, Kuwait City 8 de Febrero de 2014

Is 58, 7-10; Sal 111; 1 Cor 2, 1-5; Mt 5, 13-16

¡Vosotros sois la sal de la tierra, vosotros sois la luz del mundo, la ciudad construida en lo alto!

Sí, es a ti hermano, que el Señor te habla, a ti se refiere. ¡Despierta! Sí, es a nosotros como comunidad que el Señor se dirige, y no está bromeando.

Al iniciar el discurso de la montaña, Jesús compara a los discípulos con tres elementos: sal, luz, ciudad en lo alto.

La sal da gusto, preserva de la corrupción y al mismo tiempo puede ser utilizada para destruir, para hacer que la tierra se vuelva infértil (los romanos lo hacían con sus enemigos). La sal no tiene valor en sí misma, sin embargo, adquiere un altísimo valor al usarla, por su gran utilidad.

La luz ilumina las cosas y es energía. Es un elemento que no es precioso en sí mismo, sino por la utilidad que confiere a nuestra vida, al iluminar todo lo que nos rodea y transferir la energía necesaria para la vida. Vemos las cosas que nos rodean por la luz.

El tercer elemento del sermón de la montaña es una ciudad en lo alto. En la antigüedad, cuando no existían GPS y smartphones, una ciudad en lo alto era el punto de referencia por excelencia para los navegantes. El punto utilizado para la orientación de los viajeros y de los habitantes de las regiones.

El Señor nos recuerda hoy que somos sal, luz, ciudad construida en lo alto. El discípulo da sabor, el discípulo ilumina, y hace brillar los colores del mundo. El discípulo tiene además que orientar. El cristiano no se puede limitar a vivir su fe en la intimidad, gozar de su espiritualidad únicamente de manera individual, para sí mismo. Frente a la tentación de considerar la religión como algo solo para nosotros, hay que entender y vivir la fe como la sal, como la luz, como una ciudad en lo alto. Para decirlo de otra forma, nosotros llegamos a la salvación en la medida que llevamos la luz de Dios a los demás. Ésta es la misión del discípulo, y la de la Iglesia.

Se trata de los mismos discípulos que el Señor ha llamado a la montaña para escuchar sus palabras, las bienaventuranzas, las propuestas de felicidad, las características del mundo nuevo, su programa “electoral”.  Se trata del discípulo llamado a estar en una profunda unión con Dios. Sí, la medida en la cual estemos “insertados en Cristo”, la medida en la cual estemos en comunión con Dios, será en esa misma medida que seremos capaces de ser sal y luz. Será en aquélla medida que los demás podrán decir que sabemos de Cristo, que sabemos de Dios y reflejamos su luz.

Frente a las fuerzas que quieren cerrar a los cristianos en las sacristías, frente a la indiferencia, frente a la comodidad, frente al políticamente correcto, frente a las corrientes del mundo, el Señor nos recuerda hoy nuestra identidad y nuestra misión: estamos llamados a dar sentido, a dar sabor a la vida y a las cosas de cada día. Llamados a ser luz, una luz por la cual la gente a nuestro alredor pueda ver lo que merece la pena ver. Iluminar lo que es bello y desvelar lo que está mal. Que mirando la vida de los cristianos los demás puedan decir: “es esto lo que quiero de mi vida, es éste el modo en el cual quiero vivir”. Así como lo hicieron y vivieron los primeros cristianos, que fueron capaces de transformar el mundo.

Dar sabor, iluminar, orientar.

Sin cristianos así, el mundo se vuelve peor. ¿Porqué el mundo va mal? Porque tantos cristianos prefieren la comodidad, la indiferencia. Han perdido la capacidad de dar sabor, han dejado de iluminar y de orientar tanto a sí mismos como a los demás. Porque han dejado de estar en comunión con Dios, han dejado de estar insertados en Cristo. Cristianos tibios, cristianos cobardes e indiferentes son un desastre para el mundo. Porque el mundo depende de los cristianos, de los discípulos de Jesús para llegar a ser lo que ha sido llamado a ser: el reino de Dios.

Qué alegría y qué responsabilidad. Tener el sabor de Cristo. Saber a Cristo. Dar sabor a la tierra en la cual vivimos. No hay satisfacción más grande que ésta, no hay misión más grande que ésta.

Entonces hermanos, volvamos a Cristo con nuestra mente, con nuestro intelecto, volvamos a su sabiduría, volvamos con todo nuestro corazón. Sólo así podremos ser lo que estamos llamados a ser, luz del mundo. Sólo así podremos dar sabor a un mundo tan insípido. Esto no toca a otros, toca a mí, toca a ti. A ti hermano, que vienes los sábados a misa. A ti te toca.

El mundo de hoy, más que nunca necesita de valores, necesita de puntos firmes, necesita de testigos. Necesita de cristianos valientes que saben expresar la sabiduría de Cristo, que no se encierran en sus casas y en sus iglesias sino que salen a las calles, que tienen una presencia en las redes de la web, que se montan en los escenarios, entran a los foros donde se toman decisiones para dar sabor, para iluminar.

¡Vosotros sois la sal de la tierra, vosotros sois la luz del mundo! Qué belleza, qué misión tan grande el Señor nos da. Tú no estás solamente para tu salvación, tú estás también para la salvación de los demás.

Ánimo hermano. Ánimo hermana. Es el Espíritu de Cristo que quiere hablar por medio de ti, es el poder de Dios que quiere manifestarse a través de ti (1Cor 2,5).

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“La familia que vive la alegría de la fe la comunica espontáneamente, es sal de la tierra y luz del mundo”. (Papa Francisco, homilía del 27 de octubre de 2013)

 

 

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